En Francia, la crisis climática está evidenciando la división entre el ecologismo reformista y las corrientes ecologistas más radicales. Mientras tanto, la extrema derecha intenta asociar la protección de la biodiversidad con la defensa de la identidad étnica. 

Miles de aves caen del cielo, asfixiadas por el calor, sobre las tierras cuarteadas de India y Pakistán. Los salmones mueren achicharrados en pleno río durante una ola de calor en Estados Unidos. Un conjunto de expertos climáticos intergubernamentales advierte que la humanidad cuenta con un tiempo limitado para «garantizar un futuro viable». Una Ucrania asolada es el epicentro de una crisis alimentaria y de un conflicto energético a escala mundial. El ecologismo se ha convertido en la gran cuestión (y la gran batalla) de este siglo. Sin embargo, el proceso decisorio en torno a la manera de responder a esta cuestión no está exento de conflictos, y éstos se ven agravados por la urgencia de la crisis planetaria.  

En su ceremonia de graduación en abril de 2022, un grupo de estudiantes de ciencias medioambientales y naturales de AgroParisTech [una de las grandes écoles francesas] hizo un llamamiento a la «deserción», refiriéndose en especial al sector agroindustrial. Su discurso instaba a «cambiar de rumbo» y a rechazar el «sistema» que, según decían, estaba librando una «guerra contra el mundo vivo» y los agricultores. Asimismo, los estudiantes exhortaban a sus compañeros a no ejercer profesiones que los llevaran a «diseñar platos precocinados y luego los medicamentos quimioterapéuticos necesarios para tratar las enfermedades que estos mismos causan» o incluso a «hacer recuentos de ranas y mariposas con tal de que luego desaparezcan de forma legal, enterradas bajo zonas de construcción». El movimiento se asemeja al manifiesto estudiantil «Por un futuro sostenible» [Pour un réveil écologique] publicado en el año 2018, aunque el primero sea más radical. El filósofo Dominique Bourg sostiene que este deseo de escisión es la prueba de que existe un «sentimiento ecológico universal» muy extendido entre la juventud. Según los resultados de una encuesta mundial sobre la ansiedad ecológica (o «ecoansiedad») que se publicó en The Lancet en el año 2021, el 75 % de los jóvenes de entre 16 y 25 años considera que el futuro es «aterrador» y el 56 % opina que «la humanidad está abocada al abismo». 

Las voces que claman por un cambio de rumbo (o por una «bifurcación», como dice el filósofo Bernard Stiegler) responden al hecho de que, en palabras del filósofo Michel Serres, «nuestro paradigma de desarrollo es un paradigma de destrucción» y «la verdadera guerra mundial» es «aquella que enfrenta a la totalidad de nuestra especie con su propio ecosistema». Según Bruno Villalba, profesor de Ciencias Políticas en AgroParisTech y autor del libro L’Écologie politique en France (2022), en el corazón de este debate se esconde el choque entre «dos ecologías». La primera persona que estableció esta distinción fue el filósofo noruego Arne Næss, que formuló el concepto de «ecología superficial» y «ecología profunda» en 1973. La ecología «superficial» apuesta por soluciones técnicas para reducir la contaminación o frenar el consumo excesivo sin abordar el productivismo antropocéntrico de raíz. En cambio, la ecología «profunda» persigue la asociación de formas de vida humanas y no humanas en el marco de una metafísica de corte ecologista. Más adelante, el filósofo y psicoanalista Félix Guattari retomaría un elemento del ideario de Næss en este terreno: la ecosofía o sabiduría ecológica. 

El gobierno frente a la autonomía 

Hay muchas voces que coinciden en señalar la existencia de una brecha entre un ecologismo «conciliador» para con el productivismo y un ecologismo «radical» que pretende desmarcarse de él. Dominique Bourg interpreta esto como una oposición entre el ecologismo «correctivo» y el «paradigmático», es decir, una oposición entre un ecologismo que presupone una división ontológica entre el ser humano y su entorno y otro que reconoce la interdependencia del ser humano y los seres vivos. El filósofo Antoine Chopot, coautor junto con Léna Balaud del libro Nous ne sommes pas seuls, publicado en 2021, plantea esta separación como la «ecología del gobierno» frente a la «ecología de la autonomía». 

La versión correctiva es claramente la versión dominante de estas dos formas. Sus raíces se asientan en el «desarrollo sostenible», una idea fraguada por la Comisión Brundtland en el año 1987 que pasa por «satisfacer las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades». El enfoque se basa en conceptos como el de «transición» (de los combustibles fósiles a las energías renovables), «compensación» (como la compensación de carbono), «resiliencia» (de las regiones en proceso de recuperación después de una industrialización y una agricultura intensivas, por ejemplo) y «sostenibilidad» (que poco a poco está reemplazando al término «desarrollo sostenible»). 

El ecologismo se ha convertido en la gran cuestión (y la gran batalla) de este siglo.  

El ecologismo correctivo busca adaptarse a un mundo de recursos limitados y tiene en el ingeniero y profesor Jean-Marc Jancovici uno de sus principales defensores. Jancovici propone «reconciliar la sobriedad y el capitalismo» por medio de la descarbonización y sostiene que el primer mandato de Emmanuel Macron «no fomentó lo más mínimo» lo que él denomina «la inversión de los criterios de decisión» (es decir, el cambio de «software» económico necesario para luchar contra el cambio climático) y propuso a principios de 2022 un «Plan de transformación de la economía francesa» a través de The Shift Project, un think tank del que él mismo es cofundador. 

El grupo dirigido por Jancovici aboga por el abandono del consumo de combustibles fósiles que ha «desestabilizado» el clima, así como nuestra dependencia del petróleo («el alma de la globalización»). A tal fin, propone dar prioridad al almacenamiento de energía procedente del hidrógeno, electrificar el transporte por carretera, fomentar el uso de la bicicleta para el transporte de mercancías, reducir en dos tercios el consumo de carne de vacuno, acabar con la «deforestación importada» (provocada por la producción de soja, gambas o aceite de palma para su comercialización en Europa) mediante el etiquetado obligatorio de todos los productos procesados y reducir el transporte aéreo a favor del ferrocarril. Un plan, insiste, que está «al margen tanto del crecimiento como del decrecimiento». 

Sin embargo, el uso de soluciones tecnológicas como la energía nuclear, a la que describe como «la [solución energética] más segura para el ser humano y la más respetuosa con el medio ambiente», es una fuente de importantes discrepancias. Este ecologismo «conciliador» también forma parte del Pacto Verde Europeo, que, según la diplomática Laurence Tubiana, es «el nuevo contrato social» de nuestra era. En Politiques de l’interrègne, publicado en 2022, el economista Jean Pisani Ferry señala que el Pacto Verde nos obligará a afrontar «el batacazo macroeconómico de la lucha contra el cambio climático». Por su parte, el economista Eloi Laurent no se muestra hostil al ecologismo gubernamental, siempre y cuando «la transición ecológica no esté subordinada al crecimiento económico», un criterio que el Pacto Verde no cumple, en su opinión. Propone ir más allá y «desengancharse del crecimiento» para lograr una «transición socioecológica», siguiendo el ejemplo de Nueva Zelanda en el ámbito sanitario. 

La supremacía industrial sobre la naturaleza 

También hay discrepancias entre quienes defienden un ecologismo «sin transición», una expresión acuñada por el colectivo por la desobediencia civil Désobéissance Ecolo Paris. Antoine Chopot señala que existe «una izquierda anticapitalista y leninista que pretende incorporar un ecologismo que había ignorado durante mucho tiempo» y que acusa a los demás de «lloriquear por el mundo vivo», en palabras del economista [radical de izquierdas] Frédéric Lordon. Es algo que este sector de la izquierda considera una desviación de la lucha inmutable de nuestra época. Según Lordon, «es el capitalismo el que está destruyendo el planeta y la única manera de salvarlo es destruyendo el capitalismo». Esta corriente, desorientada por las nuevas ideas de la ecosofía, teme que la ecología suplante a la economía, que la naturaleza destrone a la cultura, que el amor hacia los pájaros sustituya al apoyo al proletariado y que la preocupación por la tierra condenada desvíe la atención de los «condenados de la tierra». Sin embargo, Chopot argumenta que se puede ser anticapitalista precisamente «porque se tiene sensibilidad hacia el mundo natural, hacia la condición de los seres vivos, hacia su plenitud, hacia sus puntos de vista y hacia sus relaciones para con el resto de la población de la Tierra». No solo es necesario «politizar el asombro», en palabras del filósofo Baptiste Morizot, sino también la emoción y el horror que provoca la destrucción de un hayedo ancestral. «Las emociones provocadas por la destrucción del mundo vivo sirven también de puerta de entrada a la política, ya que pueden retrotraernos a las raíces de la devastación ecológica», afirma Chopot. 

Es más, no hay ninguna garantía de que otros rasgos del comunismo o del socialismo puedan protegernos de los estragos del extractivismo. Tal y como ha destacado el filósofo Serge Audier, la historia de la «hegemonía prometeica» occidental demuestra que el sindicalismo revolucionario y el marxismo ortodoxo del siglo pasado concebían el socialismo como «el heredero dialéctico del capitalismo». En otras palabras, «se podría decir que la izquierda se ha visto “hegemonizada” en gran medida por la imaginería y la práctica del capitalismo industrial». 

Para gran parte del espectro marxista la supremacía industrial sobre la naturaleza se asienta en una cultura separatista y artificialista similar a la de los liberales, aunque la filósofa estadounidense y teórica de los estudios de género Judith Butler sostiene que se ha «exagerado en exceso» la concepción que el propio Marx tenía del trabajo como un acto de dominación de la naturaleza. El filósofo Pierre Charbonnier añade que «la transformación cataclísmica de la composición química de la atmósfera, la tierra y los océanos que está ocurriendo hoy en día no es una crisis normal; no es una contradicción interna común del capitalismo». Sobre todo porque «el capitalismo no es el único sistema que ha acompañado al desarrollo material, aunque haya desbancado a todos los demás. De hecho, es bastante plausible que el triunfo de una revolución comunista mundial en el siglo XX nos hubiera dejado una “huella de carbono” aún peor que la actual, simplemente por el hecho de que su rendimiento productivo y de desarrollo habría sido mucho mejor». 

La emergencia de la ecología decolonial 

Rosa Luxemburgo, una de las protagonistas del levantamiento espartaquista [una revuelta armada que tuvo lugar en Berlín en enero de 1919 y tras la cual fue asesinada de forma brutal], abordó estas contradicciones en sus Cartas desde la cárcel de 1918. Escribió estas palabras a una amiga, la activista socialista Sophie Liebknecht: «¿Sabes que a menudo tengo la impresión de que no soy realmente un ser humano, sino más bien un pájaro u otro animal que ha adoptado forma humana? En el fondo me siento mucho más a gusto en un pequeño jardín, como aquí, o en el campo, tumbada en la hierba entre los abejorros, que en un congreso del partido». Esto no implicaba abandonar la causa proletaria: «Te lo puedo contar a ti», continuó, «porque sé que no pensarás que estoy traicionando al socialismo. Sabes que espero morir en la lucha, en una batalla callejera o en un penal. […] Pero, en el fondo de mi corazón, estoy más cerca de mis pájaros carboneros que de los ‘camaradas’». Era una cuestión de sensibilidad, no de sentimentalismo. De humanidad, no de lloriqueo. 

Mucho antes de que la bióloga Rachel Carson revelara en el año 1962 el alcance de los daños causados por los pesticidas en Estados Unidos (especialmente para la salud) en su libro Primavera silenciosa, Rosa Luxemburgo devoraba libros de ciencias naturales, botánica y zoología. Rosa comprendió que los pájaros cantores estaban desapareciendo de Alemania «debido a la expansión de los cultivos racionales (silvicultura, horticultura, agricultura) que destruyen paulatinamente los lugares en los que estos pájaros anidan y se alimentan: árboles huecos, páramos, matorrales, hojas secas en el suelo… Leo esto con una gran tristeza». Su pesar no era antropocéntrico: «No me preocupaba tanto el canto de los pájaros y lo que significa para los seres humanos, pero no podía contener las lágrimas al pensar en la desaparición silenciosa e irreversible de estas pequeñas criaturas indefensas». Su compasión se extendía a todas las especies, incluyendo a las personas. Al recordar un libro ruso que había leído una vez sobre la desaparición de los pueblos nativos de Norteamérica, Rosa lamenta que «ellos también están siendo expulsados poco a poco de sus tierras […] y están condenados a una muerte cruel y silenciosa». Sin ánimo de presentar estas cartas como un tratado sobre la emancipación ecopolítica, es fácil constatar que Rosa Luxemburgo sí estableció una relación entre los diferentes tipos de dominación. 

Parte de la derecha cree que el ecologismo es conservador por naturaleza dado que su objetivo es «conservar» la biosfera. 

Y es que en nuestro mundo interdependiente todo está relacionado. Esto ha impulsado en los últimos años el desarrollo de un ecologismo decolonial crítico con un «colonialismo verde», articulado en torno a la plantación y que ha estado presente desde el inicio de los procesos de colonización. Así lo recoge el ingeniero medioambiental Malcolm Ferdinand en su libro de 2019 titulado Une écologie décoloniale, en el que recurre al concepto de «plantacionoceno» propuesto por la antropóloga Anna Tsing y la filósofa Donna Haraway. Los ecofeminismos han germinado de ideas similares y en ocasiones han sido objeto de críticas por sus «formas de esencialismo» que «asocian a las mujeres con la naturaleza», algo que no suscriben algunas feministas que pueden considerarse ecologistas, como Judith Butler. 

Sentar en la misma mesa a cazadores y veganos 

Actualmente hay en marcha un intento de superar las tensiones clásicas entre el anticapitalismo ecológico y las nuevas humanidades medioambientales que sigue una línea parecida al intento de la izquierda intelectual y política de alejarse de la manida oposición entre lo «social» y lo «societal». Este proceso se está viendo reflejado en el plano teórico, tal y como señala el filósofo Paul Guillibert en su libro del año 2021 titulado Terre et Capital: Pour un communisme du vivant, en el que plantea «que el mundo vivo vuelva a situarse en el corazón de una política comunista», partiendo de la base de que el comunismo es capaz de «refundar su cosmología en el seno de un naturalismo renovado». De esta forma, el «comunismo del mundo vivo» está presente allí donde «se intente detener la explotación de la naturaleza y del trabajo en nombre de una gestión armoniosa de la Tierra». Entre los ejemplos cabe citar el movimiento contra el aeropuerto de Notre-Dame-des-Landes, en Francia, y la coalición creada por la tribu sioux de Standing Rock, en Estados Unidos, en contra de un proyecto de oleoducto que amenaza sus recursos hídricos. 

Existen iniciativas encaminadas a conciliar las posturas sociocéntricas y naturalistas del ecologismo como, por ejemplo, la agricultura a pequeña escala y la adquisición de tierras (ya sea a título colectivo o individual) para que vuelvan a formar parte de la naturaleza. El colectivo Reprise de terres ha profundizado en los conflictos que surgen entre el uso de la tierra y su protección, y ha constatado que se puede combinar la ganadería a pequeña escala con la vida silvestre, la producción de alimentos de calidad y la resalvajización. 

Ahora bien, esta apuesta por la ecologización del mundo a través de políticas territoriales no debería circunscribirse al comunalismo de las ZAD francesas (Zones à défendre) o de los archipiélagos resalvajizados. Siguiendo la estela de León Blum [ex primer ministro francés], que en el año 1920 decía querer «mantener el antiguo hogar» de la Sección Francesa de la Internacional Obrera frente a la escisión comunista, el filósofo Bruno Latour sostiene que «no se puede abrir un frente ecológico sin una cultura del compromiso, es decir, sin una socialdemocracia». Es más, la ambición de «mantener la habitabilidad del planeta» pasa por establecer nuevas «alianzas geosociales» y debe forzar «el diálogo entre cazadores y veganos, empresarios capitalistas y anarquistas ZADistas». En su opinión, los antagonismos entre izquierda y derecha surgieron en torno a cuestiones de producción, y hoy en día continúan planteándose sobre cuestiones de habitabilidad. 

Además, hay una parte de la derecha que cree que el ecologismo es conservador por naturaleza (dado que su objetivo es «conservar» la biosfera) y un sector de la ultraderecha del movimiento ecologista cuya ideología reaccionaria se basa en la preservación de la Tierra. «Si insistimos en que el ecologismo es de izquierdas, tal y como hacen algunos activistas, olvidamos que el ecologismo político también tiene raíces de derechas, y si dejamos de lado el pensamiento de ultraderecha, olvidamos los mecanismos de contagio y reproducción», señala Stéphane François, politólogo y experto en movimientos de extrema derecha. 

La vía ecorrepublicana  

«No cabe duda de que la protección del medio ambiente es el llamado del conservadurismo, que no es sino la defensa del hogar», dijo Roger Scruton, filósofo conservador británico, a propósito de la etimología de la palabra «ecología». Acuñada a partir del vocablo griego oikos («casa», «hábitat») y logos («discurso», «razón»), esta ciencia del hábitat y del hogar nació en el año 1866 de la mano del biólogo alemán Ernst Haeckel. La ambivalencia del término, que designa tanto el estudio de los ecosistemas naturales como la lucha contra su destrucción, permite que el ecologismo fluctúe entre el progresismo y el conservadurismo. Según Stéphane François, también puede «inclinarse hacia un antimodernismo reaccionario, contrarrevolucionario y en contra de la Ilustración», algo que el auge de la derecha radical ha «confirmado y exacerbado» en los últimos años. 

La noción «organicista» de la comunidad que defiende la extrema derecha deriva en una voluntad de preservar las particularidades de los grupos etnoculturales frente a la «ideología de la igualdad». Alain de Benoist, el teórico francés de la Nueva Derecha, desarrolló el concepto de «etnodiferencialismo», cuyo objetivo es proteger a los pueblos y la diversidad de las culturas de lo que él denomina «un sistema general de homogeneización global». A su vez, este concepto se basa en lo que Hervé Juvin, columnista y experto en ecología de la Agrupación Nacional (de extrema derecha) denomina el «ecologismo de las civilizaciones». 

¿Cuántas divisiones caben dentro del ecologismo? Tantas como formas de ecologizar la política y politizar la ecología.

Quienes se adscriben a esta revolución conservadora [francesa] pretenden resistirse ante una globalización que destruiría esta diversidad étnica. «El ecologismo de extrema derecha es ante todo un ecologismo de las poblaciones», escribe Stéphane François. También se basa en el localismo, (en ciertas corrientes del) neopaganismo y en el antiuniversalismo. Aunque en menor medida que en el pasado, también existe otro elemento: un cierto concepto de «ecologismo integral», que se opone a los organismos genéticamente modificados (OGM) y a la reproducción asistida con el pretexto de rechazar la artificialización de la vida. El filósofo Pierre Madelin observa que el etnodiferencialismo se ha visto emparejado paulatinamente con lo que podría calificarse como «ecodiferencialismo», es decir, un «movimiento antiinmigración verde» que pretende vincular la ecología y la inmigración. Madelin nos recuerda que Marine Le Pen ha reivindicado la protección de «los ecosistemas, empezando por los ecosistemas humanos que son las naciones», y Hervé Juvin sostiene que la humanidad debe «defender su biotopo» contra las «especies invasoras». «La ultraderecha ganará poder únicamente si consigue relacionar de forma convincente el rechazo a la inmigración con la preocupación por el medio ambiente», afirma Madelin. De hecho, el terrorismo identitario ya ha radicalizado esta asociación. 

«Me considero un ecofascista», escribió Brenton Tarrant, el hombre que en el año 2019 acabó con la vida de cincuenta y una personas e hirió a otras cuarenta en dos mezquitas de Christchurch, Nueva Zelanda. Tarrant publicó un manifiesto en Internet en el que afirmaba que la inmigración y el calentamiento global son «las dos caras de la misma moneda». «La sobrepoblación está destruyendo el medio ambiente y nosotros, los europeos, somos los únicos que no estamos contribuyendo a ello. […] Debemos matar a los invasores, acabar con la superpoblación y, con ello, salvar el medio ambiente». El ecofascismo es una amenaza muy real. La «porosidad» entre las versiones progresistas y conservadoras del ecologismo «existe», insiste Stéphane François, especialmente en torno a «la defensa de un modo de vida preindustrial y arraigado». Sin embargo, Pierre Madelin advierte que «es inútil estereotipar esta convergencia entre ecologismos diferentes. El hecho de que la extrema derecha se proclame hoy democrática no implica que la propia democracia sea de extrema derecha». 

Por lo tanto, ¿cuántas divisiones caben dentro del ecologismo? Tantas como formas de ecologizar la política y politizar la ecología. El «ecorrepublicanismo» de Serge Audier, plasmado en su libro del año 2020, La cité écologique, representa una senda original y poco transitada que recorre las diferentes iniciativas encaminadas a resolver estos conflictos. Respaldado por una nueva filosofía política concebida para hacer frente al desafío climático, este movimiento se presenta como una forma de republicanismo cívico capaz de «superar su antropocentrismo dogmático». Este ecorrepublicanismo «será cosmopolítico o no será» y, en cualquier caso, está muy lejos del nacionalismo, puesto que «la ecología política aplicada en un solo país tiene aún menos sentido que el socialismo aplicado en un solo país». No obstante, hay quien prefiere politizar el ecologismo en torno a la «habitabilidad» y a «la situación de la Tierra». En cualquier caso, Audier estima «importante que el ecologismo se convierta en el epicentro de la controversia y de la confrontación política sobre el propio significado de la sociedad de hoy y del futuro». La polémica está servida. En el campo de batalla de las ideas y de los ideales convertidos en realidad, estos debates están conformando una nueva política de la naturaleza. 

Este artículo se publicó por primera vez en francés en Le Monde y se republica en este espacio con autorización.